"Final triste, desalentador, imprevisible fue el de ayer en Avellaneda. En momento alguno fue la pierna de los futbolistas mucho más allá de la intención. No había espíritu delictuoso. Ardor, si. Pero los jugadores mantuvieron el respeto recíproco. Así, en general.
Cierto es que el arbitraje no rayó en lo impecable. Una vez más, la dualidad de criterio, diríamos la desnaturalización del reglamento, estalló muy cerca de la intemperancia del espectador. Que vive un poco desorientado ante las distintas versiones que se le ofrecen del referee. Aquel clima de estupor derivó hacia el desafuero. Creció el exceso. Y hubo de intervenir la autoridad policial. Como en cualquier desorden. El propósito de copar el campo halló a la policía dispuesta a impedirlo. El palco de cronistas fue la casamata. Allí convergió la pugna. El público por irrumpir. La policía por no dejar hacer. Bombas y tiros, por un lado, proyectiles de toda estirpe, por el otro. Todo eso está fuera de lugar. Y lejos de la razón.
Aclarando: no debió otorgarse sanción máxima por mano de Sastre. Pero se otorgó. Ese fue el fermento. Y en la segunda etapa, al repetirse similar situación -no infracción-, en la cual Quevedo fuera rozado por el balón, se vio, se prejuzgó que existía parcialidad en el encargado de controlar la brega. Nueva dosis de fermento. Vale decir que se hubiera admitido la reiteración violatoria de la ley del fútbol. No repetir el yerro significó, para un núcleo chico o grande, flagrante injusticia. Ese es el clima. Ese es el virus que no está echando a perder el fútbol. Y no puede ser. La habilidad y la decencia deben ir de la mano. La claridad, también. Para penar y para juzgar no puede haber dos criterios".
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